14 de Enero de 2015
En estos días se cumple el octavo aniversario de la entrada en vigor de la Ley de Dependencia, en media de una enconada polémica entre los actuales responsables de aplicar esta Ley y la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales que, mediante su Observatorio, se han convertido en el aguijón con el que los profesionales de los Servicios Sociales han intentado –con poco éxito− presionar para evitar la deriva de este sistema.
Dejando al margen la guerra de cifras –bastante claras, en cualquier caso−, es sin duda difícil encontrar voces en el sector de la atención a las personas mayores, la discapacidad o la dependencia que se muestren satisfechas por la evolución de esta Ley: si ya en 2009 el grupo de expertos que se constituyó para evaluar la Ley alertaba sobre sus debilidades, desde entonces el CERMI estatal, el sector de la atención a la dependencia, los sindicatos, el Tribunal de Cuentas, y hasta el Comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa han puesto de manifiesto –con mayor o menor virulencia− las debilidades e insuficiencias de este sistema.
La actual situación del sistema de atención a la dependencia se debe en todo caso a dos elementos diferentes, que no conviene mezclar. Por una parte, no puede negarse que ha sido una de las víctimas propiciatorias de las políticas de reducción del déficit impuestas desde Bruselas.
Escasamente desarrollado antes de la crisis, el sistema de atención a la dependencia –y, en su conjunto, el sistema de servicios sociales− no han tenido la capacidad de resistencia de otros ámbitos más consolidados de la protección social como la sanidad, la educación o las pensiones para oponerse a la política de recortes indiscriminados.
La debilidad de los grupos de interés corporativos –tan presentes en otros ámbitos− y la todavía débil asunción por parte de la ciudadanía de sus derechos en este campo son algunas de las razones que explican esta menor capacidad de resistencia a los recortes.
Sin embargo, como ocurre en otros ámbitos de las políticas sociales españolas –las políticas de apoyo a las familias o las rentas mínimas de inserción, por ejemplo−, la actual situación del sistema de atención a la dependencia no se explica únicamente por los recortes de los últimos años. Mayor relevancia tiene, si cabe, la desatención de la que fueron objeto estas políticas antes de la crisis, y las debilidades e insuficiencias de su diseño inicial.